Era imposible. ¿Raulën? ¿Tan pronto? Había contado con alguna clase de batalla final, que no se revelara a si mismo tan pronto. Por eso había accedido a que Arsna fuera en mi lugar cuando Bolvir empeoró. Tenía que quedarme a cuidar de él o corríamos el riesgo de perder a otro miembro del clan. Prácticamente podía ver lo que estaba ocurriendo gracias a la telepatía de Lwiestho. Me puse a gritar de rabia; había perdido la cabeza. Aquel hijo de puta había matado a Baseryn de un solo hechizo. Todos le habían dicho y le habían hecho las mismas preguntas que yo hubiera hecho, sin tener en cuenta el ángulo personal. Todos los años que había pasado en la calle, desnutrido, empapado, muriendo de frío, viendo a todo el mundo morir a mi alrededor y preguntándome cuándo sería mi turno... No había tenido infancia, ni adolescencia. No había llegado a la pubertad y ya me veía obligado a vender ambos orificios de mi cuerpo al mejor postor. Quería cogerle, tenerle entre mis manos y gritarle a la cara, escupirle y arañarle. Hacerle sentir el más mínimo dolor que había sentido yo. ¿Había perdido a su esposa? Yo había perdido a toda mi familia extendida docenas de veces. ¿Que había gente que había sufrido más y durante más tiempo que yo? Por supuesto. Pero él no era uno de ellos. Allí arriba en su palacio, contando sus números y sus porcentajes.
“NO SOMOS NÚMEROS, CABRÓN. SOMOS SERES VIVOS.”
Estaba tan cerca, pero al mismo tiempo tan lejos. No podía tocarle ni hacerle daño porque lo que veía era una imagen reflejada. ¿Así era como iba a acabar? ¿No iba a poder ni hacerle saber quién era yo y lo que me había hecho? Mi venganza... Tenía que hacerle daño. Necesitaba hacerle daño. Todos estos años me habían llevado a aquella guerra, a aquel momento.
¡Y EL MOMENTO LO ESTABAN VIVIENDO FORASTEROS! ¡¡GENTE QUE NADA TENÍA QUE VER CON FRONTERA!! ¡¡¡A LA QUE POCO LE IMPORTABA EL DESTINO DE LA CIUDAD!!!
Chillé; supliqué que lo mantuvieran con vida.
Lwiestho no transmitió mis palabras. Vinudren le disparó. Arsna le despedazó. Hijos de puta. HIJOS DE PUTA. ¡¿QUIÉNES SOIS VOSOTROS PARA LLEVAR A CABO MI VENGANZA?! ¡PARA ROBARME EL MOMENTO! ¡MI MOMENTO, MI GUERRA, MI... MI...!
Me dejé caer de rodillas sobre el suelo del barco, con los ojos inyectados en sangre y saliva deslizándose entre mis afilados colmillos, que había sacado hacía ya rato. Clavé mis garras sobre mis propias rodillas. Mi protagonismo. ¿Era aquello o que más me importaba? ¿Más que salvar la ciudad? ¿Más que salvar a sus habitantes? Rabia, furia, decepción, tristeza, alivio, orgullo, envidia...
Vacío.
Me sentía vacío, ahora que todo había acabado. Raulën estaba muerto. Mi expresión de absoluto descontrol primario se fue desvaneciendo. Encontré mi lado humano de nuevo y entonces empecé a llorar. ¿Por qué había deseado hacer daño a mis compañeros de clan, aunque sólo hubiera sido durante un momento? ¿Por qué había querido que Raulën destrozara a Vinudren, Arsna y Lwiestho para que pudiera ser yo el que saltara del barco, triunfal, y le diera su merecido en una batalla uno contra uno? ¿Por qué me estaba arrepintiendo de haberme quedado con mi Maestro para evitar que ser reuniera con Akerteh? ¿Por qué era un Tharûl tan despreciable?
No era mejor que el tirado que acabábamos de derrotar. Por razones distintas, pero yo también era un imbécil cuyas ideas acabarían por hacer daño a los demás. No merecía liderar absolutamente nada, ni un ejército de cucarachas. Mucho menos ser el cabeza de una guerra, o un asalto directo al objetivo principal de esa guerra. La gloria no le pertenecía a Vinudren o a Arsna. La gloria no me pertenecía a mí, y tampoco al ejército de Silz. Era el momento de todos. De Sincrópolis.
La victoria no era de uno, ni de cuatro, ni de siete. Era la victoria de miles. De millones. De Frontera. Salí de la habitación de Bolvir y me dirigí a la cubierta. Sonreí hacia Hsarjâ y me apoyé en la barandilla. Observé al ejército de Silz vitoreando. A toda la ciudad, y me imaginaba que los refugiados también. Entonces salté y cerré los ojos, precipitándome al vacío. Todas aquellas personas que también habían sufrido bajo el yugo de Raulën, billones de palabras perdidas en el aire y que ahora el dictador nunca escucharía. A todas aquellas persona, un saludo. Estoy con vosotros. Pero ya no importa, ya no importa... Porque ya no vais a necesitar profesar esa opinión a nadie. Y si volvéis a sentiros de esa manera, nos encargaremos de volver a eliminar ese sentimiento desde la propia fuente. Cada uno por sus propias razones, claro. Akerith Elisen es una familia, pero a veces me olvidaba de lo diferentes que éramos todos. Y al final hacíamos lo que era correcto, incluso cuando uno en concreto trataba de poner por encima sus egoístas fines. Nadie es perfecto, y por eso el apoyo de otro siempre es necesario para cubrir las debilidades. Por eso funcionábamos tan bien, a pesar de nuestras disputas y diferencias.
-... Thol Hsaur Iseï.
Mis alas sagradas detuvieron la caída, y aterricé suavemente sobre el suelo de Sincrópolis. Esquivé a toda la gente por las calles, robándole a alguien una botellita de licor mientras pasaba por el lado. Con una media sonrisa, partí hacia nuestro lugar. Era cierto que ya me sentía mejor, pero todavía estaba enfadado. Sentía cierta vacuidad al haber faltado en un momento tan importante. Era algo que probablemente nunca podría olvidar, algo que siempre me faltaría. Necesitaba desahogarme. Y sabía dónde iban a estar Deirdre y los demás, incluso en un momento como aquel. Hora de irse de fiesta, al estilo de los viejos tiempos.
-¡AKERITH ELISEN! -exclamé, no sin antes cubrirme con los ropajes de Lorak.
Todos repitieron el nombre.
***
El orgullo de Nvazka era refrescante. No habíamos tenido mucho tiempo para ir a visitarla, y tras el primer intento de Kuo y el grupo de Clovi de encontrarnos en su posada evité pasarme por ahí para tratar de ahorrarle problemas a la pobre enana. Era como una madre para nosotros, o para mí por lo menos. Era un símbolo. La verdadera creadora de Akerith Elisen, incluso antes de que ideáramos el nombre entre todos. Parecía que una persona más se había unido a la lista de miembro extraoficiales del clan: además de Hsarjâ y Adela, ahora Dottie se pasaba todo el día en la bodega del barco. El dolor de perder a una persona tan querida... Miré a Akerteh mientras Nvazka abrazaba a todos de manera efusiva. Incluso la primera vez que se la parca decidió llevárselo probablemente no había dolido tanto como le dolía a mi compañera de raza. En el fondo de mi corazón, una vocecilla me había desde el principio, desde el propio momento de la pifia de mi hechizo, que iba a volver. Era un Forastero, después de todo. Miehlenarë no iba a volver. Y a pesar de nuestros rifirrafes pasados, sentía lástima por ella. ¿Era esto lo que mi pareja había sentido al principio, tras que Arsna le arrebatara las alas a nuestra capitana? No era el que mejor se llevaba con ella, pero ahora que nos habíamos quitado tantas preocupaciones de encima, tal vez podíamos hacer algo de espacio en nuestra agenda para encontrar una solución al mayor problema de la octava integrante de los siete cazadores de estrellas.
Estaba jugando con mi magia, invocando pequeños rayos con una mano y llamas diminutas con la otra tal y como eran capaces de hacer Bolvir y Lwiestho, cuando nos llamaron para la coronación, como era natural, una semana tras la derrota de Raulën. Debería estar emocionado, pero... ¿Quién era Álamo realmente para mí? Su linaje no me importaba, ni siquiera le había visto una sola vez. Seguramente había estado en su isla al sudoeste, sentado en un trono de mentira esperando a que otros hicieran su trabajo. No es que me cayera mal, a pesar de mis palabras, pero tampoco me caía bien. Lo había pasado muy mal con Raulën y no estaba dispuesto a vivir bajo otro tirano. Mi respeto, el respeto del clan que le había devuelto el palacio de su familia, sería algo que tendría que ganarse. Le pedí al resto de Akerith Elisen que se adelantara sin mí y bajé a la bodega. Traté de recordar a todos mis amigos del pasado que habían muerto, hice el cálculo e, incluso en el agua, el cuerpo de Miehlenarë sólo debería haber empezado a descomponerse por dentro. No era tarde.
-Eh. Dottie. -Le maullé en la nuca-. ¿A quién le importa una tonta coronación, verdad? Vámonos a dar un paseo por los rincones más ocultos del castillo. -Le guiñé un ojo-. Ellos celebran la victoria, pero para eso hemos tenido toda la semana... Creo que es hora de rendir nuestros respetos a los caídos. Vamos a buscarla, Dottie.
Cogí a la Tharûl de la garra y la obligué a venir conmigo. Por fuera, todo era alegría y vitoreos. Pero sabía que escondidos, detrás de fábricas, en casas de piedra y en las bodegas de barcos voladores era dónde se escondían aquellos que no estaban tan contentos con los resultados. Aquellos tan desdichados que el destino del trono ni les iba ni les venía. Como yo cuando era un cachorro. Aquellas personas eran las que realmente nos necesitaban ahora, y no el futuro rey. No sabía a cuántas de aquellas personas iba a poder ayudar, tampoco es que me creyera un mesías, pero... Necesitaba un nuevo objetivo ahora que Raulën no estaba y seguía sin pistas de mis padres. Dottie era una de esas personas, la que tenía más cerca. Tal vez luego podría ocuparme de Deirdre, y de Hsarjâ. Y desde allí, cuesta arriba.
No se iban a volver las cosas más fáciles ahora que éramos famosos, no señor. Todo lo contrario. Esbocé una media sonrisa. No me esperaba menos.
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- Adquiero Partir la Mente.